NADA QUE CONTAR ACERCA DEL PUEBLO
- ¿Y qué tal en el taller de escritura ese, Paco?
Empezábamos bien, no acababa de sentarme a comer y ya me estaban haciendo la interviú.
- Debemos escribir una historia sobre un encuentro casual en alguna ciudad o lugar que amamos.
- ¿Y qué has escrito? preguntó mi hermana
- Nada. La verdad es que estoy bloqueado. No se me ocurre nada. No tengo ninguna historia que me haya ocurrido aquí, o al menos no recuerdo, y tampoco tengo capacidad suficiente para inventarme algo con Haro de escenario.
- Eso es porque no lo has pensado bien. Has pasado dieciocho años aquí, seguro que alguna anécdota tienes mi padre detestaba mi desdén por el pueblo
- Bueno ya veré. No os preocupéis.
El que estaba preocupado era yo. Siempre se me ocurría una historia de cualquier cosa, pero esta que supone una regresión a mis orígenes no me salía. Quizás había borrado todos los recuerdos de mi infancia y adolescencia. Nada, ese pueblo me seguía sin aportar nada, ni siquiera un escenario creíble donde situar una anécdota.
Después de comer me encerré en mi habitación con mi cuaderno de notas intentando plasmar algo interesante, pero no era capaz. Habían pasado trece años desde que conseguí escapar de esa cárcel de viñedos e incomprensión. Luché una barbaridad para olvidar la falta de pasado. Bastante tenía con cumplir de vez en cuando visitando a mi familia, como para encima tener que molestarme en pensar en Haro como algo interesante. Pero debía hacerlo. Jamás me había fallado. Era un reto y yo soy muy cabezón. Decidí buscar en mis papeles antiguos, subiendo al altillo donde guardo hasta los apuntes de la EGB. Allí encontré un poema escrito en 1984 sobre Haro. Me sorprendió a mí mismo:
Caminando por la Vega
Voy camino de la Plaza
Bebiendo en la Herradura
Admirando la Atalaya
Podría analizar ese poema y lo que había cambiado mi concepción. Para empezar la premisa era absurda, si vas de la calle de la Vega a la Plaza de la Paz no pasas por la Herradura y ni siquiera ves la Atalaya. Además muy pocas veces bebía yo y menos en la Herradura. Comencé a beber el día que salí de allí. Y admirar la Atalaya. Qué tontería. Quizás años antes, cuando estaban las ruinas del castillo. Pero en el 84 ya lo habían tirado y habían construido la urbanización, la primera con piscina. Sentí vergüenza del niño que fui. Volví a mi cuarto con una gran sensación de lástima.
Piluca entró a mi habitación sin llamar, como siempre. Se acercó a mí y leyó por encima de mi hombro. Al ver sólo tachones se apartó y se sentó en la cama.
- ¿Tiene que ser un encuentro con una sola persona?
- Mmmm, no sé, supongo que no tiene porque ser así.
- ¿Por qué no escribes lo del Real Madrid?
Siempre ha estado dispuesta a echarme una mano, pero esa idea era absurda. Eso fue una anécdota nimia, que serviría para mostrar como todo un pueblo puede hacer el ridículo colectivamente. Cuando el Club Deportivo Logroñés militaba en primera división, el Real Madrid se alojaba en el pueblo. El primer año fuimos a verlos, unos por curiosidad, otros para vitorearlos. El caso es que el autobús se retrasaba y la gente se impacientaba. La plaza donde está el hotel Los Agustinos estaba absolutamente llena de gente. Al fin alguien gritó la llegada de un autobús. Y todo el mundo comenzó a gritar y aplaudir dejando avanzar el autobús a duras penas. Nadie recordó que enfrente del hotel, en el antiguo edificio del Banco de España, estaba el hogar del jubilado, y que todos los sábados salen de excursión. Cuando los viejecillos bajaban del autobús lloraban de la emoción al pensar que el pueblo entero les estaba esperando. Gracias, gracias decía Poli, la señora que confeccionaba los trajes de carnaval. Qué ridículo.
Deseché la historia del Real Madrid y salí a pasear, a ver si viendo los lugares característicos conseguía encajar algo allí. Cuando salí de casa me di de bruces con el cartel de la calle, Lucrecia Arana. Han puesto el nombre de una puta en la calle del Generalísimo, recuerdo a mi madre, enfadada. Ahora lo niega y dice que nunca llamaría puta a una de las más reputadas vicetiples españolas.
Pasé por la fuente que el día del centenario de la llegada de la luz eléctrica, donde nos hermanamos con Jerez de la Frontera, expulsó vino. La fuente del vino. Qué se puede esperar de un pueblo donde dan vino a los niños, me decía un amigo años después cuando cogía una borrachera y me bajaba los pantalones en cualquier lugar.
La Plaza de la Paz, curioso nombre para un sitio donde siempre se hacen las manifestaciones, donde ocurren la mayoría de las broncas, donde se acaba la Batalla del Vino. Allí las madres llevan a jugar a sus hijos, al menos ahora, que es casi peatonal. Para mí la plaza es aquel concierto del grupo de mis primos, que llevan treinta años tocando la guitarra y no han conseguido jamás que suene algo audible. Qué concierto, la plaza llena, cinco grupos, ellos los cuartos. Mi tía orgullosa. Comienzan a tocar, la gente empieza a recordar que tiene que irse a casa hasta acabar la plaza con ellos, mis padres, mis hermanas y yo. Riéndonos, en familia. Haro es nuestro gritó mi primo Pedro desde el escenario. Tiempos aquellos.
Pasé por la plaza de Siervas de Jesús, donde de pequeño jugábamos con los amigos. Ya no recuerdo a casi nadie. Mejor dicho, recuerdo sus caras de niños, sus voces sin desarrollar, pero no reconozco esas caras en los adultos con los que me cruzo cuando salgo a dar un paseo.
Me dirigí al parque de Iturrimurri, el que antaño fue famoso manantial. Dice la historia que el general Espartero, el del caballo con grandes atributos, se hacía llevar cántaros de esa agua. Ahora ya no es potable por las aguas residuales que se filtran del polígono.
Derrotado por la nula capacidad para escribir algo que ocurra en ese escenario me senté en uno de los bancos. La noche comenzaba a caer y pronto vendrían las parejas de adolescentes a meterse mano. Bueno los más adolescentes, que cuando crecen se van al estanque de los patos. ¿Patos?. El último pato que hubo en ese estanque no conoció a Aznar.
- ¿Alfombras?
- ¿Qué?
- Que si te gustan las alfombras. Si quieres comprarme una alfombra...
- No, no gracias.
El chico árabe me sorprendió, estaba ensimismado pensando en cómo renunciar por primera vez a un ejercicio del taller.
- ¿Qué haces aquí sólo?
- Pensar.
- Se está tranquilo aquí, sí.
- Se estaba tranquilo.
No cogió la indirecta y se sentó a mi lado, dejando las alfombras tiradas en el suelo. Supongo que sabía que no le iba a comprar ninguna y menos tratándolas de esa forma.
- Es bonito este pueblo. ¿Eres de aquí?
- Sí.
- No lo pareces.
- Gracias.
Pero este Gracias no lo dije de malas, ni de forma borde, la verdad es que me salió del corazón. Así que le expliqué mi problema, él escuchó pacientemente, con interés.
- Y no pudo escribir nada sobre el pueblo que amo.
- Quizás el problema es que no lo ames.
Empezábamos bien, no acababa de sentarme a comer y ya me estaban haciendo la interviú.
- Debemos escribir una historia sobre un encuentro casual en alguna ciudad o lugar que amamos.
- ¿Y qué has escrito? preguntó mi hermana
- Nada. La verdad es que estoy bloqueado. No se me ocurre nada. No tengo ninguna historia que me haya ocurrido aquí, o al menos no recuerdo, y tampoco tengo capacidad suficiente para inventarme algo con Haro de escenario.
- Eso es porque no lo has pensado bien. Has pasado dieciocho años aquí, seguro que alguna anécdota tienes mi padre detestaba mi desdén por el pueblo
- Bueno ya veré. No os preocupéis.
El que estaba preocupado era yo. Siempre se me ocurría una historia de cualquier cosa, pero esta que supone una regresión a mis orígenes no me salía. Quizás había borrado todos los recuerdos de mi infancia y adolescencia. Nada, ese pueblo me seguía sin aportar nada, ni siquiera un escenario creíble donde situar una anécdota.
Después de comer me encerré en mi habitación con mi cuaderno de notas intentando plasmar algo interesante, pero no era capaz. Habían pasado trece años desde que conseguí escapar de esa cárcel de viñedos e incomprensión. Luché una barbaridad para olvidar la falta de pasado. Bastante tenía con cumplir de vez en cuando visitando a mi familia, como para encima tener que molestarme en pensar en Haro como algo interesante. Pero debía hacerlo. Jamás me había fallado. Era un reto y yo soy muy cabezón. Decidí buscar en mis papeles antiguos, subiendo al altillo donde guardo hasta los apuntes de la EGB. Allí encontré un poema escrito en 1984 sobre Haro. Me sorprendió a mí mismo:
Caminando por la Vega
Voy camino de la Plaza
Bebiendo en la Herradura
Admirando la Atalaya
Podría analizar ese poema y lo que había cambiado mi concepción. Para empezar la premisa era absurda, si vas de la calle de la Vega a la Plaza de la Paz no pasas por la Herradura y ni siquiera ves la Atalaya. Además muy pocas veces bebía yo y menos en la Herradura. Comencé a beber el día que salí de allí. Y admirar la Atalaya. Qué tontería. Quizás años antes, cuando estaban las ruinas del castillo. Pero en el 84 ya lo habían tirado y habían construido la urbanización, la primera con piscina. Sentí vergüenza del niño que fui. Volví a mi cuarto con una gran sensación de lástima.
Piluca entró a mi habitación sin llamar, como siempre. Se acercó a mí y leyó por encima de mi hombro. Al ver sólo tachones se apartó y se sentó en la cama.
- ¿Tiene que ser un encuentro con una sola persona?
- Mmmm, no sé, supongo que no tiene porque ser así.
- ¿Por qué no escribes lo del Real Madrid?
Siempre ha estado dispuesta a echarme una mano, pero esa idea era absurda. Eso fue una anécdota nimia, que serviría para mostrar como todo un pueblo puede hacer el ridículo colectivamente. Cuando el Club Deportivo Logroñés militaba en primera división, el Real Madrid se alojaba en el pueblo. El primer año fuimos a verlos, unos por curiosidad, otros para vitorearlos. El caso es que el autobús se retrasaba y la gente se impacientaba. La plaza donde está el hotel Los Agustinos estaba absolutamente llena de gente. Al fin alguien gritó la llegada de un autobús. Y todo el mundo comenzó a gritar y aplaudir dejando avanzar el autobús a duras penas. Nadie recordó que enfrente del hotel, en el antiguo edificio del Banco de España, estaba el hogar del jubilado, y que todos los sábados salen de excursión. Cuando los viejecillos bajaban del autobús lloraban de la emoción al pensar que el pueblo entero les estaba esperando. Gracias, gracias decía Poli, la señora que confeccionaba los trajes de carnaval. Qué ridículo.
Deseché la historia del Real Madrid y salí a pasear, a ver si viendo los lugares característicos conseguía encajar algo allí. Cuando salí de casa me di de bruces con el cartel de la calle, Lucrecia Arana. Han puesto el nombre de una puta en la calle del Generalísimo, recuerdo a mi madre, enfadada. Ahora lo niega y dice que nunca llamaría puta a una de las más reputadas vicetiples españolas.
Pasé por la fuente que el día del centenario de la llegada de la luz eléctrica, donde nos hermanamos con Jerez de la Frontera, expulsó vino. La fuente del vino. Qué se puede esperar de un pueblo donde dan vino a los niños, me decía un amigo años después cuando cogía una borrachera y me bajaba los pantalones en cualquier lugar.
La Plaza de la Paz, curioso nombre para un sitio donde siempre se hacen las manifestaciones, donde ocurren la mayoría de las broncas, donde se acaba la Batalla del Vino. Allí las madres llevan a jugar a sus hijos, al menos ahora, que es casi peatonal. Para mí la plaza es aquel concierto del grupo de mis primos, que llevan treinta años tocando la guitarra y no han conseguido jamás que suene algo audible. Qué concierto, la plaza llena, cinco grupos, ellos los cuartos. Mi tía orgullosa. Comienzan a tocar, la gente empieza a recordar que tiene que irse a casa hasta acabar la plaza con ellos, mis padres, mis hermanas y yo. Riéndonos, en familia. Haro es nuestro gritó mi primo Pedro desde el escenario. Tiempos aquellos.
Pasé por la plaza de Siervas de Jesús, donde de pequeño jugábamos con los amigos. Ya no recuerdo a casi nadie. Mejor dicho, recuerdo sus caras de niños, sus voces sin desarrollar, pero no reconozco esas caras en los adultos con los que me cruzo cuando salgo a dar un paseo.
Me dirigí al parque de Iturrimurri, el que antaño fue famoso manantial. Dice la historia que el general Espartero, el del caballo con grandes atributos, se hacía llevar cántaros de esa agua. Ahora ya no es potable por las aguas residuales que se filtran del polígono.
Derrotado por la nula capacidad para escribir algo que ocurra en ese escenario me senté en uno de los bancos. La noche comenzaba a caer y pronto vendrían las parejas de adolescentes a meterse mano. Bueno los más adolescentes, que cuando crecen se van al estanque de los patos. ¿Patos?. El último pato que hubo en ese estanque no conoció a Aznar.
- ¿Alfombras?
- ¿Qué?
- Que si te gustan las alfombras. Si quieres comprarme una alfombra...
- No, no gracias.
El chico árabe me sorprendió, estaba ensimismado pensando en cómo renunciar por primera vez a un ejercicio del taller.
- ¿Qué haces aquí sólo?
- Pensar.
- Se está tranquilo aquí, sí.
- Se estaba tranquilo.
No cogió la indirecta y se sentó a mi lado, dejando las alfombras tiradas en el suelo. Supongo que sabía que no le iba a comprar ninguna y menos tratándolas de esa forma.
- Es bonito este pueblo. ¿Eres de aquí?
- Sí.
- No lo pareces.
- Gracias.
Pero este Gracias no lo dije de malas, ni de forma borde, la verdad es que me salió del corazón. Así que le expliqué mi problema, él escuchó pacientemente, con interés.
- Y no pudo escribir nada sobre el pueblo que amo.
- Quizás el problema es que no lo ames.
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