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LA MUSICA DE DANIEL

Llevaba dos días durmiendo mal. Tenía pesadillas que le asaltaban en cuanto intentaba descansar. “Descansar de nada, cansado de todo”, se repetía una y mil veces al despertar. Esos sueños le hacían revolverse en su leche, levantándose húmedo de terror, abriendo los ojos precipitadamente, volviendo a la oscuridad de su morada.

Jamás había pensado en qué había mas allá. No cabía esa posibilidad. Se resignaba a vivir de la única manera que conocía. Aunque no resulta correcto hablar de resignación, ya que esta sugiere cortapisas y prohibiciones, muchas veces nacidas de uno mismo, y uno no se puede poner prohibiciones a lo desconocido.

A veces, al menos dos, se había sentido observado. Extraña sensación esa de sentirse observado por alguien allende la oscuridad. Pero nadie había entrado a su escondrijo, húmedo, oscuro, silencioso. Nadie, desde que tenia conciencia.

Pero juraba y perjuraba haber sido observado, varios ojos anónimos clavados en él, perturbando su letargo, irrumpiendo en su intimidad. La primera vez la recuerda entre neblinas, sabiendo que el tiempo borra el conocimiento de la acción, pero no su recuerdo. La segunda, más nítida por reciente, le producía escalofríos.

Era feliz así, con la única actividad de comer y descansar. A veces, hacía algo de ejercicio. Pare despejarse, para que sus brazos y sus piernas no se atrofiasen por la inmovilidad. Creía que el estar todo el día echado, inmóvil, no era bueno.

La soledad le estaba venciendo, sin embargo. Y últimamente sentía que el mundo se le había quedado pequeño. Se ahogaba y no encontraba una posición.

Pese a todo estaba tan seguro allí, nadie podía perturbarle, nadie podía hacerle daño. Estaba seguro de la felicidad, sin conocer sin preguntar nada mas de lo que podía comprobar con su vista, su tacto, su olfato y el resto de los sentidos. El miedo del cambio que se apoderaba de él cuando cerraba los ojos últimamente, no le afectaba demasiado el resto del día. Estaba convencido de que no había nada más y que por tanto ese miedo tenía una base ficticia, inventada. En su diccionario no aceptaba la palabra adiós.

Si no llega a ser por esa música perenne. Le tranquilizaba, le protegía incluso. Le separaba del abismo del silencio, le cautivaba. Se mezclaba caprichosamente con su propia respiración y le acompañaba en los momentos más duros, que los había. Cuando despertaba asustado de esas pesadillas, respiraba tranquilo al escuchar que la música sonaba aun. La música le despertaba por las mañanas, le acunaba por las noches. Sin esa música estaba seguro de no poder vivir. La única razón quizás para aguantar en ese sitio ya angosto era ella.

Todo se fue complicando, y se dio cuenta de que todo se le había hecho grande. Ya no podía estirar las piernas ni los brazos. Y se había sentido observado una vez mas, e iban tres. Incluso esta vez, juraba haber oído voces del exterior, del más allá. Risas nerviosas y pequeños gritos sin sentido. Voces amenazadoras que crispaban el ambiente, que tapaban incluso con su estridencia la música. Esas voces le estaban volviendo loco.

Empezó a intuir el final, pero no quería salir de allí, no quería desaparecer. El sentido de supervivencia le hizo sentirse otra vez cómodo pese al aprieto físico. “¿Y si no hay nada?”, se asustaba en cuanto se desconcentraba, y se contestaba, como una oración : “No quiero alejarme de aquí, no quiero decir adiós a la música”.

Pero se obsesionó en pensar en otra vida, en la posibilidad de algo más allá de ese mundo que era lo único conocido. No encontraba respuestas, pero sí temores. Se aferró a su escondrijo, recogiéndose en su lecho, cerrando los ojos, apretando los puños. “No me daré por vencido, seguiré adelante”, pero la dignidad se empezaba a batir en retirada, y las lágrimas empapaban su cara.

Esa última noche volvió a tener pesadillas. Se levantó una vez sobresaltado. Y vio una luz. La luz. La de las pesadillas. La maldita luz. “No quiero”, pensaba. “Es la hora”, temía. La luz cada vez era mas fuerte.

Alarmado sintió como algo le cogía de la cabeza y le elevaba hacia la luz. Luchó con todas sus fuerzas, que eran pocas e insuficientes, y se dejó arrastrar vencido hacia aquella luz que tanto temía.

Mientras era arrastrado fijó la mirada en lo que abandonaba, a aquello a lo que ahora estaba seguro que no volvería, queriendo llevarse consigo la música.

”Necesito la música, la necesito”, pero las palabras no le salían, sólo podía llorar, y llorar y dejarse arrastras, y recordar la música, y decir adiós, y llorar.

“Adiós música, adiós”

Daniel Jiménez Martí nació el 15 de Julio del 2003 en la Clínica Inmaculada Concepción a las siete de la mañana. Pesó algo mas de tres kilogramos, y tanto la madre como el niño se encuentran en perfecto estado de salud.

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